III. Tiene
dieciséis años, está en plena juventud, sus pechos están acabando de formarse,
puede verse su contorno bajo las desgastadas camisas de su vestimenta diaria.
Me gusta
contemplar la delicadeza de sus formas, su puntito final, su pequeñito pezón marcado bajo la tela desgastada. A
veces, mientras recoge agua en el pilón me mira y sonríe, en ocasiones baja la
mirada de una manera atrayente, otras me mira fijamente, entonces soy yo quien
baja la mirada, sus ojos son tan perfectos, dos luceros verdes, dos parcelas de
campo recién regado, recién segado, las puertas al paraíso terrenal prometido
hace siglos por Dios.
Ella sabe
cuando la miro, me gusta que lo sepa, no me dice nada, solo se queda quieta, se
moja un poco las manos y se refresca la cabeza peinándose con los dedos hacia
atrás, vuelve a mirarme, me saluda con la mano, dedica su más hermosa sonrisa
para mí y con el balde a rebosar vuelve canturreando con su bonito caminar.
La
sigo, cerca de ella, pero con cierta distancia, en ocasiones mira hacia atrás
sonriente, a veces me escondo en alguna
esquina, cuando ve que no la sigo, deja el balde en el suelo, comprueba nuevamente
si estoy y coloca los brazos en jarra, con el ceño fruncido, los labios
recogidos a la izquierda, ¡Está tan guapa cuando se enfada!, siempre acabo
saliendo, entonces, me toca llevar el balde hasta su casa, mientras ella,
cuando piensa que no me doy cuenta, me mira sonriente, en cuanto la miro, lanza
una mirada inquisitiva, pero aún así, incluso así, está hermosísima.
¡Sed felices!
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